Solemos tener una idea equivocada de los Solitarios. Normalmente creemos que huyen del mundo; que han tenido un desengaño amoroso; que son seres insociables. Y así nos lo indica la antigua expresión "Fuga mundi".
Pero esto no es totalmente cierto. Es más, un Solitario que huye del mundo, o dura poco en el desierto o se aliena mentalmente.
Nuestro Anacoreta siguió un proceso lento. Fue un descubrimiento progresivo. Pasó por diferentes etapas. Una infancia marcada por la religiosidad de su familia. Una adolescencia tumultuosa en la que sus intentos por ser él mismo, despegarse de su familia y experimentarlo todo, le hizo cometer muchas tonterías. La juventud le llevó a descubrir la generosidad del voluntariado, a luchar por los demás...Pero, poco a poco, algo fue creciendo en su interior. Empezó a tener la sensación de que sólo la actividad no era suficiente para llenar su corazón. Amó profundamente y se estrelló con la decepción. Un día, aconsejado por un amigo, marchó a pasar un fin de semana en la hospedería de un Monasterio Cisterciense. Allí descubrió que hay otra vida. Mejor, otra forma de vivir. Que la vida interior es de una riqueza profunda, inmensa... Y empezó a dedicar cada día unos momentos de para meditar. Y vió, que, no sólo no abandonaba la actividad, sino que esta se enriquecía con los momentos de contemplación.
Hasta que un día, mejor dicho, una noche, mientras meditaba delante de su icono, se sintió invadido por un amor tan inmenso, por una alegría tan fuerte, por una sensación de unidad con todo el Universo, que supo con certeza que , apartir de ese momento, todo sería diferente y que debía dejarlo todo y partir.
Partir a la Soledad del Desierto, una Soledad repleta por todos los seres del Universo, una Soledad plena de Dios.